Madrugada de silencio, vestida de oscuridad como el escenario. Entre cajas, bolsas y ansiedad, no duermo. Recuerdo el sueño de anoche, el cumplimiento de la palabra y el vacío radiante de mi cama. Paredes siderales me sostienen, floto en el aire porque soy libre. Soy un holograma, el eclipse que quiero ver, ante la entrada de luz de otra dimensión renacen mis sombras y cenizas. Las palabras vocales se desvanecen en el espacio como burbujas que inventa un niño en algún lugar remoto, en una calle vacía y con los zapatos rotos.
Los pensamientos son las verdaderas tintas sobre el cuerpo, el mar y la montaña en su inmensidad exterior incluyen el miedo. El afán de ser lo que se hace en el tiempo que se construye siendo. Es eso. Es mirar desde su base y pensar lo que se piensa cuando se sube. Mirar lo que se mira desde arriba, cuando los silencios son verdaderos silencios. Cuando las películas transcurren sobre la propia retina de nuestro globo ocular.
Estiro mis brazos del mismo modo en que prolongo mis buenas palabras, cambio los colores por que la alteridad produce las mutaciones visibles, las raíces solo se pueden ver cuando ya no están bajo la tierra, el movimiento de las hojas se puede oír cuando se escucha lo que se piensa.
¿Y si me dejo de ver? ¿Si abandono la esfera? Los pasos son hacia afuera y la jaula es tan grande como el trayecto de mi vuelo sin fin, sin numerar, porque si hay algo que no se gana ni se pierde es el tiempo mudo y real. Es la búsqueda de la inmensidad musical resonante aquella que cierra el encuentro de la palabra desvestida de los sonidos que las producen, los destellos de los sueños producen las verdaderas imágenes. Cruzo la barrera del barrio de la infancia, el walkman no funciona pues lo llevo en el bolsillo, ahora todo es distinto porque aún no tengo deseos de dormir, pero si me gusta escuchar el sonido del tren que irrumpe contra el cielo y marea que me miran mirar las flores de mi jardín imaginario.
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